La geografía de tu sonrisa
alimentó los folios en blanco que aún quedaban por escribir.
Esa áurea felicidad tan tuya amenazaba con salirse de tu
rostro
siendo Sol tras aquella estéril y fría montaña.
“Ay, mi niña… Buenos días”.
Yo sonreía simétricamente
para parir mi dulce ternura y dejarla reposar sobre tus
brazos.
No pasearemos más en navidades de fuego y ceniza,
en todas las que sucedan hasta acabar esta obra macabra en
blanco y negro.
Miro nuestras fotos extrañas
y no recuerdo haberte conocido, ni haber cogido tu mano bajo
aquel olivo anciano.
Creo, a veces, respirar tu olor…
pero no es el tuyo...
Tú moriste hirviendo de vida
mientras nosotros seguimos, aquí, vivos de pena.
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